viernes, 21 de marzo de 2014

AQUELLOS TIEMPOS DE CARNAVAL Y CUARESMA. 

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                                Por Carmen Libertad Vera.



Los niños salían a entintar a quien se dejara, las cocinas olían a gastronomía exquisita, los tapatíos iban a que los tiznaran,  las calles tenían incendios…
Un relato de las tradiciones que tenía la Semana Santa en Guadalajara.

I. Nel blu dipinto di blu.  De azul, pintado de azul…

Durante muchos años, en vísperas de la Cuaresma, la vida de Guadalajara parecía sumergirse en un microcosmos temporal, teñido con tonalidades de añiles perpetuos, azules violáceos como jacarandas florecidas, pero también, como dijera Carlos Pellicer mucho antes que Joaquín Sabina, con otros azules tan intensos, que pareciera “se caen de morados”.
Era el color de una Guadalajara semi arrepentida, casi contrita. No era aquella misma ciudad que durante décadas, ante el arribo de la gran fecha pre cuaresmal, se acicalaba eufórica para el fandango. La que había organizado concurridos fandangos carnavalescos, abundantes en Pierrots y Colombinas, presididos siempre por una aristócrata y bella reina, solemnemente coronada en un ostentoso baile profuso en luces, confeti y serpentinas.
Era la Guadalajara de medio siglo que con los años parecía querer olvidar sus antiguos pecados de juventud. 
Pero en la bitácora de su propia historia, tenía asentado que apenas en 1930, exactamente el miércoles 26 de febrero, una muy joven María Félix, ni más ni menos la misma mujer que años después sería ‘Diva’ del Cine nacional y conocida como “La Doña”, triunfaría como Reyna del Carnaval de Guadalajara, pasando a ser así “Su Graciosa Majestad María I”, ganando el cetro y la corona con casi medio millón de votos. ¡ El doble de los que había tenido su más cercana y olvidada contrincante ! El anuncio de aquel avasallador triunfo corrió a cargo del entonces alcalde tapatío, don Juan de Dios Robledo, en una multitudinaria ceremonia, en el gran Teatro Degollado.
Pero mucho antes de que finalizara el siglo pasado, esta “noble y leal ciudad” decidió dejar de celebrar las carnestolendas y se conformó con tener, como única diversión pública el ‘Martes de Carnaval’, la compra masiva de sobrecitos con aquel blanqueador de ropa de característico color azul intenso, el cual vendían en cualquier tlapalería y en las tienditas de abarrotes.
Ese azul índigo era una tintura en polvo, sustancia químicamente conocida como indigofera suffruticosa, misma con la que mamás, nanas o lavanderas, renovaban la albura de popelinas y algodones percudidos; y con la que una envalentonada chiquillería toleradamente, el ‘Martes de Carnaval’, hacía de las suyas embarrando con indiscriminado placer, generalmente a la salida de la escuela, a cualquiera que a su alcance encontrara.
Era un espectáculo esperado, festivo, hecho siempre barrialmente y en nutrida chorcha. Entre gozosos jolgorios, gritos festivos y apuradas corretizas. Proclive era el entintado de rostros y manos con esa coloración que ahora sería similar a la piel de los Na’vis, los humanoides azulinos de la película Avatar.
Era una popular recreación anual. ¿Molesta?, sí, pero inofensiva, que no alcanzaba a intimidar, ni siquiera, aquella amenaza aparecida alguna vez en un diario local, en el sentido de que a los maldosos escuincles, ¡ se los iba a cargar en bola la patrulla !
Seguramente, hoy esa "tradición" resultaría más que profana, impensable. Y no faltaría algún tremendista que melodramático la clasificara en la categoría de bullying, solicitando la inmediata intervención de algún representante del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, la nombrada ‘CONAPRED’.



II. Gray, gray, the life is gray.  Gris, gris, la vida es gris…

Apenas enjuagada aquella festiva tintura azul, Guadalajara de inmediato volvía, aunque con mayor intensidad, a su pardo recato de todos los días.
Se preparaba devotamente, para ir a cumplir con su cíclico deber de tomar ceniza, sabido acto inicial de cualquier Cuaresma. Miércoles religiosamente convertido en el popular “Día de la tiznada”.
Comenzaban los ayunos, las promesas de abstinencia de muchos placeres mundanos, los ejercicios y los retiros espirituales, pero sobre todo, la renuncia a la carne. Al menos a esa llamada roja. Con ello aparecían las obligadas y mañaneras idas hasta las antiguas pescaderías de la calle Dionisio Rodríguez, sitio impregnado de un persistente y hasta ominoso olor a mariscos, pero donde se podía escoger un bagre bigotón, el huachinango más colorado, la carpa más carnudita, o el delicioso blanco de Chapala más fresco; indispensables para preparar aquel Caldo ‘Michi’ rendido con hartas verduras, que casi sólo se comía por esas fechas, acompañado de una salsa de molcajete, mucho limón, e infinidad de precauciones para no atragantarse con una malvada espina.
En realidad el fatigoso trajinar en las cocinas de la Cuaresma tapatía comenzaba con dos o tres días de anterioridad al ‘Miércoles de Ceniza’. Habiendo puesto a secar al sol las rebanadas de birote salado, que luego se convertirían en la imperdonable primera capirotada del año. Anterior, había sido también la preparación de la miel de piloncillo, clavo, canela y rodajas de naranja, a la que se agregaban cuarterones de rojos jitomates saladet y blancos bulbos de cebollas de rabo o cambray; una lentérrima cocción era previa e ineludible, a fin de garantizar que todos los ingredientes quedaran con el acaramelado sabor y la enjuta apariencia de una fruta cristalizada.
Además, había que tener a la mano una cazuela de barro ya curada y el comal donde se colocaban, sobrepuestos, los ardientes carbones que con su calor dorarían aquella repostera capa final muy abundante en frutas y miel, queso Cotija, pasas, nueces, almendras fileteadas y, si el presupuesto lo permitía, rosáceos piñones.
Porque hubiera sido pecado pensar hacer una capirotada en un simple cazo de peltre o aluminio y meterla al horno, así nomás. Eso iba contra la tradición.
También, desde antes, habían sido puestas a curtir al sol las duras julianas con la que se preparaba la sopa seca de tortilla, finalmente espolvoreada con reservadas morusas de queso y vaporosamente aromatizada con hojitas de yerbabuena fresca.
La hora de la comida marcaba el fin del obligado ayuno matinal. Desde muy temprano, en los templos se había comenzado a marcar con una cruz de ceniza el semblante de miles de arrepentidos que decían creer en los santos Evangelios.
Tomar la ceniza implicaba para muchos caminar después, a la salida de los templos, con la frente muy en alto. Ostentosos de llevar consigo un cristiano signo que, en realidad, no siempre era una cruz, sino un simple y grisáceo manchón oscuro con difusa forma.
Llegada la noche, la mayoría de los tapatíos se iban a dormir con el reafirmado conocimiento de que, “Polvo eran y en polvo se convertirían”…
Sobre las fundas de almidonados almohadones, quedaban finalmente los desprendidos rastros negruzcos de aquella, su recién empolvada fe.























III. In a white room.   En la habitación blanca.

La Cuaresma tapatía nunca significó tan sólo el comer capirotada los viernes. ¡ No !. También comprendía paladear otros muy conocidos platillos de vigilia. El solo hecho de mencionarlos, pareciera la confesión de un oculto deseo porque todos los viernes del año fueran de Cuaresma.
A quién le importaría así abstenerse de comer carne roja, cuando ésta bien se puede sustituir con unos capeados chiles rellenos rebosados, en salsa de jitomate, refinada con una pizca de azúcar; o unas croquetas de papa, o unas tortitas de chinchayote; en cualquiera de los casos, con la previa ingesta de unas caldudas lentejas adornadas con sendas rebanadas de plátano; o una sopa de habas, o de garbanzos. Todo esto sin dejar de mencionar la sopa de arroz y la casi olvidada ‘morisqueta’.
Las opiniones chocaban al llegar a la opción de las tortitas de camarón seco con nopales.
Muchos simplemente decidían no comerlas, prefiriendo seleccionar, entre múltiples opciones, tostadas de panela, de ceviche, de marlín, de sardinas marca ‘Dolores’ compuestas con una especie de salsa güevona sin cilantro pero, eso sí, con muchas rodajas de chiles jalapeños en escabeche, unas campechaneadas chabelas de pulpo y camarón; un pescado empapelado o empanizado a manera de milanesa. El fino atún ‘Calmex’ también imponía incipientemente su enlatada presentación.
No era extraño durante muchas, muchas, cuaresmas, tener que hacer larga fila para poder ingresar a los restaurantes de pescados y mariscos ubicados por la calle de Galeana, donde se paladeaba el mejor pescado doradamente crujiente de toda la santa Cuaresma. O en las marisquerías de San Juan de Dios, para cumplir el ayuno con unos cocteles de mariscos acompañados de las infaltables tostadas secas.
La Cuaresma en Guadalajara era pantagruélica, porque hasta cuando faltaba la capirotada se podía tener, sacrificadamente, el reemplazado consuelo de unas ricas torrejas chorreadas con cajeta y semillitas de ajonjolí, o un moldeado arroz con leche.
Definitivamente, la cuaresma tapatía siempre fue mucho más que un Miércoles de Ceniza, unos jueves de longaniza y unos viernes de capirotada.
También comprendía, desde el virreinato, la usanza de los predicados sermones. Surgidos aquí, según Chávez Hayhoe, desde 1578 con la llegada de los padres de la Compañía, quienes en la Plaza de San Agustín instalaban —cada martes de Cuaresma— unos tablados a manera de púlpito.
Sin olvidar que también, como señala Tello, existieron los “Nescuitiles”, charlas que los frailes franciscanos hacían en su amplio y antiguo espacio conventual. Fray Francisco de Mafra, por su parte, con figuras de bulto que él mismo hacía, acostumbraba realizar representaciones con escenas de la Pasión para así, en forma didáctica, complementar la catequización indígena e incrementar el fervor social. En tiempos más recientes, no eran pocos quienes asistían a escuchar las pláticas cuaresmales, generalmente conforme a una sexista clasificación de género, “lo’ nene con lo’ nene, la’ nena con la’ nena”.
O bien a la condición social, porque había charlas destinadas a obreros, empresarios, estudiantes y profesionistas, aunque los más favorecidos eran por lo general los ejercicios espirituales divididos por edades o estado civil reconocido.
Piadosos se podían escuchar entonces en los concurridos templos, especialmente la Catedral, a los afanados predicadores exponiendo sus prédicas y consejos.
Así, a las parejitas de novios les recordaban su obligación de aguantar la natural calentura y no “comerse el lonche antes del recreo”.
A los matrimonios, el saber guardar las apariencias sociales, aunque su vida en pareja fuera un verdadero infierno.
A las señoritas, el procurar conservar intacto, hasta el altar, el virginal tesorito de su himen y su decencia.
A los jóvenes, el alejarse de las malévolas compañías y las falsas tentaciones, reprimiendo al demonio de la masturbación y olvidándose de abyectos vicios.
A los señores, el no echar tan frecuentemente sus recorridos nocturnos por los prohibidos territorios como el de Rosa Murillo, moderar su tendencia a poner cuernos conyugales vía la instalación de la casa chica, así como el bajarle al ‘chupe’.
A las señoras, el resignarse a cargar sumisas, sin hacer irigotes, con su propia cruz de madre, esposa y ama de casa; a las solteronas, el saberse privilegiadas y a punto de la beatificación al poder “Vestir santos en lugar de estar desvistiendo borrachos”.
A todos y todas, la necesidad urgente de conservar el piadoso sentido de la Cuaresma y no caer en el modernismo de querer celebrarla asoleándose, casi en cueros, en balnearios cercanos como el ‘Lindo Michoacán’, ‘Los Camachos’ y ‘Chimulco’, o en alguna playa tan lejana como Cuyutlán o Puerto Vallarta.
Porque aquella era la palabra del Señor, al menos hasta antes del Padre Amaro. Y un incienso con olor a santidad aromaba los altares.
Afuera, en los espacios atriales, sobre una rústica mesita de madera, la frágil blancura de los recortes de hostias aguardaba por la llegada de sus próximos compradores.




IV. Purple haze.   Neblina morada.

Así como alguna vez Guadalajara festejó los carnavales, durante los ‘Viernes de Dolores’ las calles tapatías abundaron en ‘incendios’. No eran otra cosa sino los adornados altares en honor de la Lolita original, la virgen Dolorosa. Retablos que a partir de la Independencia y, sobre todo, después de la Reforma, se retiraron por completo de la vía pública y exclusivamente se destinaron al interior de las casas habitación que quisieran proseguir con tan morada tradición.
Hasta hace algunos años, como consecuencia indirecta de la Revolución Mexicana de 1910 y, probablemente, muy directa a raíz de la Guerra Cristera, dichos altares llegaron a considerarse socialmente casi extintos, a excepción de aquellos que en los templos se continuaba erigiendo.
Historiadores como Dávila Garibi, afirman que los primeros ‘incendios’ en tierras neo gallegas se hicieron en plena calle y en las plazas, al aire libre y a los cuatro vientos, contrastando así por las noches la brillante luminosidad de sus múltiples ceras encendidas, con el limitado alumbrado público de entonces; consistente - cuando mucho -, en un solitario mechero a manera de bujía incandescente, y poco menos que opacada por las tinieblas circundantes.
La duración de los primeros incendios era de siete días, motivo por el cual, en su derredor, irremediablemente se convocaba al convite. Aparecía entonces la sobreabundancia en la venta de comida y, sobre todo, de bebidas, especialmente de las llamadas espirituosas.
La diversión profana se impuso así al fervor religioso, y, en torno a esos altares, predominaron no sólo los rezos y las plegarias, sino los sainetes y los escándalos provenientes de quienes en un evidente estado persa, confundían la devoción con la diversión. Más temprano que tarde, comenzaba en grande un mayúsculo guateque con visos de relajo, mismo que no pocas veces terminaba en vil trifulca.
Iban seguramente a rodar, confundidos por los suelos y más allá, los reventados cántaros convertidos en tepalcates, la pisoteada y enterregada vendimia, los desparramados mezcales, los búcaros con todo y flores, los cortinajes de chamuscado papel de China, los cientos de cirios o veladoras volcadas y revolcadas, y hasta la propia efigie de la Madre Dolorosa con todo y corona; además de un buen puñado de fieles y zarandeados cristianos.
Fue tal la inmoralidad observada en semejantes desmanes, que las mismas autoridades eclesiásticas terminaron prohibiéndolos. Por lo que apenas a dos años de su arribo a la ciudad y gobernanza en la diócesis tapatía, fray Francisco de Buenaventura Martínez de Tejada y Diez de Velasco emitió, el 24 de abril de 1754, un edicto diocesano donde, so pena de excomunión extrema, -latae sententia-, prohibía la presencia de los hasta entonces muy concurridos ‘incendios’.
Fue allí donde esos altares comenzaron a ser domésticos, con las limitantes de únicamente poder encender seis ceras como máximo, que los rezos del Santo Rosario fueran en privado y a puerta cerrada.
En 1803 el Obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, ratificaría tal prohibición, aunque ya no en términos ex comulgatorios.
Es el propio Dávila Garibi quien describe las particularidades de esos monumentos: “(…) se colocaban en una pieza con ventana a la calle, enmarcados con ramas de pino adornadas con palomitas de algodón cubiertas de grenetina, esferas de cristal de diversos colores, en los escalones del altar abundaban los ramos de flores, los capelos, los cirios de una y de media libra resaltados con preciosos trabajos de cera escamada; había también macetitas sembradas de coloridas florescencias, tinajitas con germinados de cebada, naranjas luciendo figurillas de oropel y decenas de banderitas en papel picado”.
Los tonos predominantes en los celados cortinajes en papel de China eran el morado luctuoso y el impoluto blanco. Ardía el incienso de copal en un pebetero y, los más pudientes, esparcían aromas de perfume por todo el sitio.
La costumbre de atender a los visitantes del ‘incendio’ se realizaba en los zaguanes, lugar en donde quedaban colocados las tinajas y los transparentes vitroleros conteniendo aguas frescas, generalmente de limón con chía, que en jarros se ofrecían a todos aquellos que formularan la pregunta rigurosa: “¿Está llorando la Virgen?”. A ciertas personas de edad se les otorgaba la licencia de mezclar un poco de licor en su jarro de agua fresca, transformándola así en los denominados “toritos”, y más tarde ‘changuirongos’.
Sobra imaginar que no pocos debieron haber hecho una itinerante ronda por todos los altares de los vecindarios.
Se dice que muchas familias estaban al pendiente del toque de la oración repicado desde las campanas de Catedral, para con ellas dar inicio al ritual del encendido de cirios, la apertura de ventanas al público, el consiguiente rezo del santo Rosario. ¡ Y los brindis con “toritos” !




V. Cherry red.  Cereza roja.

Con el último ‘incendio’ efectuado el viernes de las Lolas y las Lolitas, concluía litúrgicamente la Cuaresma. Siempre en la fecha que marca la llegada de la primera luna llena después del equinoccio de Primavera.
En Guadalajara, durante los últimos treinta años, han sido instancias de carácter cultural las que de manera un tanto ficticia, aunque en algunos casos muy bien escenificada, han intentado el rescate ‘tradicional’ de ese tipo de altares dedicados a la Madre Dolorida.
También en algunos barrios como el de la ‘Capilla de Jesús’, en años recientes se han hecho intentos de manera comunitaria. Siendo la única forma en que numerosos tapatíos pueden tener una representación concreta de una antigua expresión devota.
Porque de ese día, de manera no tan extraordinaria, alguna memoria individual apenas guarda el recuerdo, no de algún ‘Altar de Dolores’, sino la difusa imagen de unas ancianas manos colocando sobre la repisa de pared, ubicada justo debajo de un antiguo cuadro de La Dolorosa, una veladora encendida, conjuntamente con un florero que contenía la primera vara, recién florecida, del encarnado lirio pascual que en forma por demás amorosa, durante todo el año anterior, en una maceta del patio familiar había sido cultivado especialmente para ofrecerlo en su día a esa ‘Virgen de los Dolores’.
Terminaba así la Cuaresma e iniciaba, seguidamente, la ‘Semana Mayor’ o ‘Semana Santa’, pero eso, como no lo dijo la Nana Pancha, ese es otro capítulo de esta misma historia.





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Presentación de su amigo; ALF, el tapatío.

Con mi agradecimiento a mi amiga, Carmen Libertad Vera, autora del texto.            


 Marzo del 2014.                       

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