AQUELLOS TIEMPOS DE CARNAVAL Y CUARESMA.
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Por Carmen Libertad Vera.
Los niños salían a entintar a quien se dejara, las cocinas
olían a gastronomía exquisita, los tapatíos iban a que los tiznaran, las
calles tenían incendios…
Un relato de las tradiciones que tenía la Semana Santa en
Guadalajara.
I. Nel blu dipinto di blu.
De azul, pintado de azul…
Durante
muchos años, en vísperas de la Cuaresma, la vida de Guadalajara parecía
sumergirse en un microcosmos temporal, teñido con tonalidades de añiles
perpetuos, azules violáceos como jacarandas florecidas, pero también, como
dijera Carlos Pellicer mucho antes que Joaquín Sabina, con otros azules tan
intensos, que pareciera “se caen de morados”.
Era el
color de una Guadalajara semi arrepentida, casi contrita. No era aquella misma
ciudad que durante décadas, ante el arribo de la gran fecha pre cuaresmal, se
acicalaba eufórica para el fandango. La que había organizado concurridos
fandangos carnavalescos, abundantes en Pierrots y Colombinas, presididos
siempre por una aristócrata y bella reina, solemnemente coronada en un ostentoso
baile profuso en luces, confeti y serpentinas.
Era la
Guadalajara de medio siglo que con los años parecía querer olvidar sus antiguos
pecados de juventud.
Pero en la
bitácora de su propia historia, tenía asentado que apenas en 1930, exactamente
el miércoles 26 de febrero, una muy joven María Félix, ni más ni menos la misma
mujer que años después sería ‘Diva’ del Cine nacional y conocida como “La
Doña”, triunfaría como Reyna del Carnaval de Guadalajara, pasando a ser así “Su
Graciosa Majestad María I”, ganando el cetro y la corona con casi medio millón
de votos. ¡ El doble de los que había tenido su más cercana y olvidada
contrincante ! El anuncio de aquel avasallador triunfo corrió a cargo del
entonces alcalde tapatío, don Juan de Dios Robledo, en una multitudinaria
ceremonia, en el gran Teatro Degollado.
Pero mucho
antes de que finalizara el siglo pasado, esta “noble y leal ciudad” decidió
dejar de celebrar las carnestolendas y se conformó con tener, como única
diversión pública el ‘Martes de Carnaval’, la compra masiva de sobrecitos con
aquel blanqueador de ropa de característico color azul intenso, el cual vendían
en cualquier tlapalería y en las tienditas de abarrotes.
Ese azul
índigo era una tintura en polvo, sustancia químicamente conocida como indigofera
suffruticosa, misma con la que mamás, nanas o lavanderas, renovaban la albura
de popelinas y algodones percudidos; y con la que una envalentonada
chiquillería toleradamente, el ‘Martes de Carnaval’, hacía de las suyas
embarrando con indiscriminado placer, generalmente a la salida de la escuela, a
cualquiera que a su alcance encontrara.
Era un
espectáculo esperado, festivo, hecho siempre barrialmente y en nutrida chorcha.
Entre gozosos jolgorios, gritos festivos y apuradas corretizas. Proclive era el
entintado de rostros y manos con esa coloración que ahora sería similar a la
piel de los Na’vis, los humanoides azulinos de la película Avatar.
Era una
popular recreación anual. ¿Molesta?, sí, pero inofensiva, que no alcanzaba a
intimidar, ni siquiera, aquella amenaza aparecida alguna vez en un diario
local, en el sentido de que a los maldosos escuincles, ¡ se los iba a cargar en
bola la patrulla !
Seguramente,
hoy esa "tradición" resultaría más que profana, impensable. Y no
faltaría algún tremendista que melodramático la clasificara en la categoría de
bullying, solicitando la inmediata intervención de algún representante del
Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, la nombrada ‘CONAPRED’.
II. Gray, gray, the
life is gray. Gris, gris, la vida es gris…
Apenas
enjuagada aquella festiva tintura azul, Guadalajara de inmediato volvía, aunque
con mayor intensidad, a su pardo recato de todos los días.
Se
preparaba devotamente, para ir a cumplir con su cíclico deber de tomar ceniza,
sabido acto inicial de cualquier Cuaresma. Miércoles religiosamente convertido
en el popular “Día de la tiznada”.
Comenzaban
los ayunos, las promesas de abstinencia de muchos placeres mundanos, los
ejercicios y los retiros espirituales, pero sobre todo, la renuncia a la carne.
Al menos a esa llamada roja. Con ello aparecían las
obligadas y mañaneras idas hasta las antiguas pescaderías de la calle Dionisio
Rodríguez, sitio impregnado de un persistente y hasta ominoso olor a mariscos,
pero donde se podía escoger un bagre bigotón, el huachinango más colorado, la
carpa más carnudita, o el delicioso blanco de Chapala más fresco;
indispensables para preparar aquel Caldo ‘Michi’ rendido con hartas verduras,
que casi sólo se comía por esas fechas, acompañado de una salsa de molcajete, mucho
limón, e infinidad de precauciones para no atragantarse con una malvada espina.
En
realidad el fatigoso trajinar en las cocinas de la Cuaresma tapatía comenzaba
con dos o tres días de anterioridad al ‘Miércoles de Ceniza’. Habiendo puesto a
secar al sol las rebanadas de birote salado, que luego se convertirían en la
imperdonable primera capirotada del año. Anterior,
había sido también la preparación de la miel de piloncillo, clavo, canela y
rodajas de naranja, a la que se agregaban cuarterones de rojos jitomates
saladet y blancos bulbos de cebollas de rabo o cambray; una lentérrima cocción
era previa e ineludible, a fin de garantizar que todos los ingredientes
quedaran con el acaramelado sabor y la enjuta apariencia de una fruta
cristalizada.
Además,
había que tener a la mano una cazuela de barro ya curada y el comal donde se
colocaban, sobrepuestos, los ardientes carbones que con su calor dorarían
aquella repostera capa final muy abundante en frutas y miel, queso Cotija,
pasas, nueces, almendras fileteadas y, si el presupuesto lo permitía, rosáceos
piñones.
Porque
hubiera sido pecado pensar hacer una capirotada en un simple cazo de peltre o
aluminio y meterla al horno, así nomás. Eso iba contra la tradición.
También,
desde antes, habían sido puestas a curtir al sol las duras julianas con la que
se preparaba la sopa seca de tortilla, finalmente espolvoreada con reservadas
morusas de queso y vaporosamente aromatizada con hojitas de yerbabuena fresca.
La hora de
la comida marcaba el fin del obligado ayuno matinal. Desde muy temprano, en los
templos se había comenzado a marcar con una cruz de ceniza el semblante de
miles de arrepentidos que decían creer en los santos Evangelios.
Tomar la
ceniza implicaba para muchos caminar después, a la salida de los templos, con
la frente muy en alto. Ostentosos de llevar consigo un cristiano signo que, en
realidad, no siempre era una cruz, sino un simple y grisáceo manchón oscuro con
difusa forma.
Llegada la
noche, la mayoría de los tapatíos se iban a dormir con el reafirmado
conocimiento de que, “Polvo eran y en polvo se convertirían”…
Sobre las
fundas de almidonados almohadones, quedaban finalmente los desprendidos rastros
negruzcos de aquella, su recién empolvada fe.
III. In a white room. En la habitación blanca.
La Cuaresma
tapatía nunca significó tan sólo el comer capirotada los viernes. ¡ No !.
También comprendía paladear otros muy conocidos platillos de vigilia. El solo
hecho de mencionarlos, pareciera la confesión de un oculto deseo porque todos
los viernes del año fueran de Cuaresma.
A quién le
importaría así abstenerse de comer carne roja, cuando ésta bien se puede
sustituir con unos capeados chiles rellenos rebosados, en salsa de jitomate,
refinada con una pizca de azúcar; o unas croquetas de papa, o unas tortitas de
chinchayote; en cualquiera de los casos, con la previa ingesta de unas caldudas
lentejas adornadas con sendas rebanadas de plátano; o una sopa de habas, o de
garbanzos. Todo esto sin dejar de mencionar la sopa de arroz y la casi olvidada
‘morisqueta’.
Las
opiniones chocaban al llegar a la opción de las tortitas de camarón seco con
nopales.
Muchos
simplemente decidían no comerlas, prefiriendo seleccionar, entre múltiples
opciones, tostadas de panela, de ceviche, de marlín, de sardinas marca
‘Dolores’ compuestas con una especie de salsa güevona sin cilantro pero, eso
sí, con muchas rodajas de chiles jalapeños en escabeche, unas campechaneadas
chabelas de pulpo y camarón; un pescado empapelado o empanizado a manera de
milanesa. El fino atún ‘Calmex’ también imponía incipientemente su enlatada
presentación.
No era
extraño durante muchas, muchas, cuaresmas, tener que hacer larga fila para
poder ingresar a los restaurantes de pescados y mariscos ubicados por la calle
de Galeana, donde se paladeaba el mejor pescado doradamente crujiente de toda
la santa Cuaresma. O en las marisquerías de San Juan de Dios, para cumplir el
ayuno con unos cocteles de mariscos acompañados de las infaltables tostadas
secas.
La
Cuaresma en Guadalajara era pantagruélica, porque hasta cuando faltaba la
capirotada se podía tener, sacrificadamente, el reemplazado consuelo de unas
ricas torrejas chorreadas con cajeta y semillitas de ajonjolí, o un moldeado
arroz con leche.
Definitivamente,
la cuaresma tapatía siempre fue mucho más que un Miércoles de Ceniza, unos
jueves de longaniza y unos viernes de capirotada.
También
comprendía, desde el virreinato, la usanza de los predicados sermones. Surgidos
aquí, según Chávez Hayhoe, desde 1578 con la llegada de los padres de la
Compañía, quienes en la Plaza de San Agustín instalaban —cada martes de
Cuaresma— unos tablados a manera de púlpito.
Sin
olvidar que también, como señala Tello, existieron los “Nescuitiles”, charlas
que los frailes franciscanos hacían en su amplio y antiguo espacio conventual.
Fray Francisco de Mafra, por su parte, con figuras de bulto que él mismo hacía,
acostumbraba realizar representaciones con escenas de la Pasión para así, en
forma didáctica, complementar la catequización indígena e incrementar el fervor
social. En tiempos más recientes, no
eran pocos quienes asistían a escuchar las pláticas cuaresmales, generalmente
conforme a una sexista clasificación de género, “lo’ nene con lo’ nene, la’
nena con la’ nena”.
O bien a
la condición social, porque había charlas destinadas a obreros, empresarios,
estudiantes y profesionistas, aunque los más favorecidos eran por lo general
los ejercicios espirituales divididos por edades o estado civil reconocido.
Piadosos
se podían escuchar entonces en los concurridos templos, especialmente la
Catedral, a los afanados predicadores exponiendo sus prédicas y consejos.
Así, a las
parejitas de novios les recordaban su obligación de aguantar la natural
calentura y no “comerse el lonche antes del recreo”.
A los
matrimonios, el saber guardar las apariencias sociales, aunque su vida en
pareja fuera un verdadero infierno.
A las
señoritas, el procurar conservar intacto, hasta el altar, el virginal tesorito
de su himen y su decencia.
A los
jóvenes, el alejarse de las malévolas compañías y las falsas tentaciones, reprimiendo
al demonio de la masturbación y olvidándose de abyectos vicios.
A los
señores, el no echar tan frecuentemente sus recorridos nocturnos por los
prohibidos territorios como el de Rosa Murillo, moderar su tendencia a poner
cuernos conyugales vía la instalación de la casa chica, así como el bajarle al
‘chupe’.
A las
señoras, el resignarse a cargar sumisas, sin hacer irigotes, con su propia cruz
de madre, esposa y ama de casa; a las solteronas, el saberse privilegiadas y a
punto de la beatificación al poder “Vestir santos en lugar de estar
desvistiendo borrachos”.
A todos y
todas, la necesidad urgente de conservar el piadoso sentido de la Cuaresma y no
caer en el modernismo de querer celebrarla asoleándose, casi en cueros, en
balnearios cercanos como el ‘Lindo Michoacán’, ‘Los Camachos’ y ‘Chimulco’, o
en alguna playa tan lejana como Cuyutlán o Puerto Vallarta.
Porque
aquella era la palabra del Señor, al menos hasta antes del Padre Amaro. Y un
incienso con olor a santidad aromaba los altares.
Afuera, en
los espacios atriales, sobre una rústica mesita de madera, la frágil blancura
de los recortes de hostias aguardaba por la llegada de sus próximos
compradores.
IV. Purple haze. Neblina morada.
Así como
alguna vez Guadalajara festejó los carnavales, durante los ‘Viernes de Dolores’
las calles tapatías abundaron en ‘incendios’. No eran otra cosa sino los
adornados altares en honor de la Lolita original, la virgen Dolorosa. Retablos
que a partir de la Independencia y, sobre todo, después de la Reforma, se
retiraron por completo de la vía pública y exclusivamente se destinaron al
interior de las casas habitación que quisieran proseguir con tan morada
tradición.
Hasta hace
algunos años, como consecuencia indirecta de la Revolución Mexicana de 1910 y,
probablemente, muy directa a raíz de la Guerra Cristera, dichos altares
llegaron a considerarse socialmente casi extintos, a excepción de aquellos que
en los templos se continuaba erigiendo.
Historiadores
como Dávila Garibi, afirman que los primeros ‘incendios’ en tierras neo
gallegas se hicieron en plena calle y en las plazas, al aire libre y a los
cuatro vientos, contrastando así por las noches la brillante luminosidad de sus
múltiples ceras encendidas, con el limitado alumbrado público de entonces; consistente
- cuando mucho -, en un solitario mechero a manera de bujía incandescente, y
poco menos que opacada por las tinieblas circundantes.
La
duración de los primeros incendios era de siete días, motivo por el cual, en su
derredor, irremediablemente se convocaba al convite. Aparecía entonces la
sobreabundancia en la venta de comida y, sobre todo, de bebidas, especialmente
de las llamadas espirituosas.
La
diversión profana se impuso así al fervor religioso, y, en torno a esos
altares, predominaron no sólo los rezos y las plegarias, sino los sainetes y
los escándalos provenientes de quienes en un evidente estado persa, confundían
la devoción con la diversión. Más temprano que tarde, comenzaba en grande un
mayúsculo guateque con visos de relajo, mismo que no pocas veces terminaba en
vil trifulca.
Iban
seguramente a rodar, confundidos por los suelos y más allá, los reventados
cántaros convertidos en tepalcates, la pisoteada y enterregada vendimia, los
desparramados mezcales, los búcaros con todo y flores, los cortinajes de
chamuscado papel de China, los cientos de cirios o veladoras volcadas y
revolcadas, y hasta la propia efigie de la Madre Dolorosa con todo y corona;
además de un buen puñado de fieles y zarandeados cristianos.
Fue tal la
inmoralidad observada en semejantes desmanes, que las mismas autoridades
eclesiásticas terminaron prohibiéndolos. Por lo que apenas a dos años de su
arribo a la ciudad y gobernanza en la diócesis tapatía, fray Francisco de
Buenaventura Martínez de Tejada y Diez de Velasco emitió, el 24 de abril de
1754, un edicto diocesano donde, so pena de excomunión extrema, -latae
sententia-, prohibía la presencia de los hasta entonces muy concurridos
‘incendios’.
Fue allí
donde esos altares comenzaron a ser domésticos, con las limitantes de
únicamente poder encender seis ceras como máximo, que los rezos del Santo
Rosario fueran en privado y a puerta cerrada.
En 1803 el
Obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, ratificaría tal prohibición, aunque
ya no en términos ex comulgatorios.
Es el propio
Dávila Garibi quien describe las particularidades de esos monumentos: “(…) se colocaban en una pieza con ventana a la
calle, enmarcados con ramas de pino adornadas con palomitas de algodón
cubiertas de grenetina, esferas de cristal de diversos colores, en los
escalones del altar abundaban los ramos de flores, los capelos, los cirios de
una y de media libra resaltados con preciosos trabajos de cera escamada; había
también macetitas sembradas de coloridas florescencias, tinajitas con
germinados de cebada, naranjas luciendo figurillas de oropel y decenas de
banderitas en papel picado”.
Los tonos
predominantes en los celados cortinajes en papel de China eran el morado
luctuoso y el impoluto blanco. Ardía el incienso de copal en un pebetero y, los
más pudientes, esparcían aromas de perfume por todo el sitio.
La
costumbre de atender a los visitantes del ‘incendio’ se realizaba en los
zaguanes, lugar en donde quedaban colocados las tinajas y los transparentes vitroleros
conteniendo aguas frescas, generalmente de limón con chía, que en jarros se
ofrecían a todos aquellos que formularan la pregunta rigurosa: “¿Está llorando
la Virgen?”. A ciertas personas de edad se les otorgaba la licencia de mezclar
un poco de licor en su jarro de agua fresca, transformándola así en los
denominados “toritos”, y más tarde ‘changuirongos’.
Sobra
imaginar que no pocos debieron haber hecho una itinerante ronda por todos los
altares de los vecindarios.
Se dice
que muchas familias estaban al pendiente del toque de la oración repicado desde
las campanas de Catedral, para con ellas dar inicio al ritual del encendido de
cirios, la apertura de ventanas al público, el consiguiente rezo del santo
Rosario. ¡ Y los brindis con “toritos” !
V. Cherry red. Cereza
roja.
Con el
último ‘incendio’ efectuado el viernes de las Lolas y las Lolitas, concluía
litúrgicamente la Cuaresma. Siempre en la fecha que marca la llegada de la
primera luna llena después del equinoccio de Primavera.
En
Guadalajara, durante los últimos treinta años, han sido instancias de carácter
cultural las que de manera un tanto ficticia, aunque en algunos casos muy bien
escenificada, han intentado el rescate ‘tradicional’ de ese tipo de altares
dedicados a la Madre Dolorida.
También en
algunos barrios como el de la ‘Capilla de Jesús’, en años recientes se han
hecho intentos de manera comunitaria. Siendo la única forma en que numerosos
tapatíos pueden tener una representación concreta de una antigua expresión
devota.
Porque de
ese día, de manera no tan extraordinaria, alguna memoria individual apenas
guarda el recuerdo, no de algún ‘Altar de Dolores’, sino la difusa imagen de
unas ancianas manos colocando sobre la repisa de pared, ubicada justo debajo de
un antiguo cuadro de La Dolorosa, una veladora encendida, conjuntamente con un florero
que contenía la primera vara, recién florecida, del encarnado lirio pascual que
en forma por demás amorosa, durante todo el año anterior, en una maceta del
patio familiar había sido cultivado especialmente para ofrecerlo en su día a
esa ‘Virgen de los Dolores’.
Terminaba
así la Cuaresma e iniciaba, seguidamente, la ‘Semana Mayor’ o ‘Semana Santa’,
pero eso, como no lo dijo la Nana Pancha, ese es otro capítulo de esta misma
historia.
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Presentación de su amigo; ALF, el tapatío.
Con mi agradecimiento a mi amiga, Carmen Libertad Vera, autora del texto.
Marzo del 2014.
Presentación de su amigo; ALF, el tapatío.
Con mi agradecimiento a mi amiga, Carmen Libertad Vera, autora del texto.
Marzo del 2014.